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GÉNERO Y DEMOCRACIA
ESTELA SERRET

Presentación
Ser ciudadano o ciudadana significa pertenecer a una comunidad política. Lo anterior implica, en primer lugar, un estatus legal, es decir, un conjunto de derechos y obligaciones entre el Estado y sus miembros. Pero la posesión de derechos y obligaciones no es suficiente para que los individuos se sientan parte de una comunidad política. La ciudadanía legal o formal no garantiza que todas las personas ejerzan realmente sus derechos y obligaciones y participen de manera efectiva en la vida democrática. Puede ser que, debido a desventajas sociales, económicas y culturales, algunos sectores de la población se encuentren en la práctica marginados de lo que podríamos llamar una ciudadanía íntegra. Desafortunadamente, esta es la situación de un gran número de mujeres en nuestro país. Y es evidente que la calidad de la democracia y la ciudadanía en México será insuficiente mientras no haya igualdad política plena entre hombres y mujeres, es decir, mientras más de la mitad de la población siga siendo objeto de discriminación sistemática.

Este es el tema, de vital importancia para la democracia, que Estela Serret desarrolla en el presente trabajo. Para la autora la desigualdad y la discriminación hacia las mujeres son resultado de un largo proceso de construcción social en el que el varón ha sido beneficiado a costa del sometimiento femenino, y si bien se ha logrado el reconocimiento formal de los derechos civiles y políticos de la mujer, la desigualdad política continuará si no se lleva a cabo una transformación cultural que permita eliminar estas prácticas antidemocráticas desde el seno familiar.

Debe destacarse que el marco histórico y la revisión teórica que se desarrollan en este texto son de gran utilidad para lectores que buscan un panorama general del tema y orientación para profundizar en aspectos específicos, como la importante discusión sobre la ciudadanía diferenciada.

I. Antecedentes
1. INICIOS DE LA TEORÍA DEMOCRÁTICA Y LA EXCLUSIÓN DE LAS MUJERES
Como muchos saben, el concepto moderno de democracia tiene sus antecedentes en la Grecia clásica. Uno de los primeros en caracterizarlo, el filósofo Aristóteles, habló de democracia como una de las posibles formas en las que podía organizarse el gobierno de la polis, que era el tipo de comunidad política propio del mundo helénico. En efecto, hacia el siglo V a. C. las diversas polis que integraban Grecia funcionaban con el modelo de ciudad- Estado, es decir, eran urbes autosuficientes, económica y políticamente, que compartían entre sí sobre todo el lenguaje y las raíces culturales.

Aunque sus orígenes históricos son polémicos, lo cierto es que ya para el siglo VIII a. C. las polis se distinguían por haber sustituido las estructuras monárquicas por otras, no absolutistas, en las que el poder político se repartía entre un grupo más o menos numeroso, que podía estar constituido por jefes militares, hombres ricos, nobles de casta u otro tipo de distintivo.

La ampliación en el ejercicio del poder político, junto con un rasgo totalmente singular de la cultura griega, la racionalización, fueron impactando progresivamente las concepciones políticas de los helenos hasta configurar un modelo de comunidad inédito en la historia.

El racionalismo helénico probablemente está vinculado a la peculiar teología griega, es decir, a la forma en que la religión fue estudiada e interpretada por los sabios y los filósofos. A diferencia de lo que ocurre con otras religiones y cultos, anteriores y contemporáneos, la lectura erudita de esta mitología hace derivar, de la noción de un principio creador único e indistinto, de un universo armónico sujeto a leyes inteligibles, la existencia del ser humano como capaz de descubrir por sí mismo, gracias a su razón, las premisas de esas leyes. El hombre (sic) se va perfilando entonces como intérprete de los mecanismos ocultos que rigen el mundo, y no ya como mero receptor de mandatos oscuros y arbitrarios. Este cosmos inteligible no sólo designa, como pudiera suponerse, al mundo físico o natural, sino también al humano. Así, todo lo relativo a la política, al arte o incluso a la moral, se encuentra determinado por principios universales susceptibles de intelección racional.

No todo mundo puede, desde luego, acceder al conocimiento de los principios últimos: la razón debe ejercitarse según un método adecuado y, siguiendo esa guía, un hombre puede convertirse en filósofo, dueño del saber más acabado. Pero un número más amplio de personas sí posee un saber en términos políticos que le permite intervenir, mejor o peor, en los asuntos públicos. Estas personas son aptas por naturaleza para discernir y para tomar sus propias decisiones. A diferencia de ellas, que son, en realidad, una minoría, el resto debe conformarse con acatar las decisiones de otros, sobre temas políticos, pero también sobre cualquier otro aspecto de su vida.

Es por ello que, como nos hace saber Aristóteles con toda precisión, la comunidad política se encuentra dividida en dos espacios, es decir, que la vida del total de los habitantes de una polis griega transcurre según lógicas distintas dependiendo del tipo de acciones que se realicen y entre quiénes se lleven a cabo esas acciones. Por un lado, encontramos la interacción que se produce entre los miembros de las familias, y entre ellos y las familias de esclavos. En este nivel las relaciones son jerárquicas y desiguales, porque unos cuantos hombres libres gobiernan al resto de los miembros de la casa: éste es el espacio doméstico, y a su interior se producen relaciones tanto políticas como económicas, según los conceptos modernos. En un segundo espacio, el público, la interacción se produce sólo entre individuos libres e iguales, por lo tanto, ninguno gobierna propiamente a otro, sino que todos están sometidos a la misma Ley racional.

Esta peculiar división va a generar alguna confusión conceptual, pues el espacio público se va a designar con el mismo título que la comunidad política en su conjunto, es decir, como polis. Lo anterior se explica porque, para el pensamiento occidental, ya desde sus orígenes, el espacio doméstico sólo tiene sentido en cuanto fundamento de lo público, y no por sí mismo. De la casa, en efecto, sale el varón racional convertido en hombre público; dentro de ella juega a la vez los papeles de varón/esposo, padre y amo. Bajo cada una de estas figuras ejerce un dominio singular. Todos sus poderes, sin embargo, se deben a una capacidad innata que le hace superior por naturaleza a los demás miembros de la casa.

Así, el varón/esposo manda sobre su esposa porque es un hombre, pero, aunque no se menciona explícitamente de esa manera, también sobre todas las demás mujeres, cualquiera que sea su relación de parentesco. La superioridad natural de los hombres sobre las mujeres se debe, a decir de Aristóteles, a la menor virtud (cualidad moral/capacidad de razonar) de estas últimas a causa de su “constitución defectuosa”. La cultura helénica no concibe la diferencia sexual, como lo haría Occidente a partir del siglo XIX, como una oposición sustancial, sino que entiende al sexo femenino como un sexo masculino deficiente, incompleto.

El dominio del padre sobre los hijos se basa, en cambio, en su poder generativo. En tanto que el padre ha engendrado a los hijos tendrá derecho sobre ellos a lo largo de toda la vida. La madre no comparte este poder porque ella no proporciona principio vital alguno: solamente la semilla del varón crea vida; el útero materno se considera un simple recipiente del semen que por sí mismo hará surgir un nuevo ser.

Como señor, el hombre libre es superior a los esclavos, raza prácticamente subhumana que carece de casi cualquier discernimiento. Aristóteles aclara que no es la convención, sino el nacimiento, lo que divide a los hombres en libres y esclavos, aun cuando el azar pueda invertir el curso natural de las cosas. Un esclavo puede encontrarse en posición de gobernar sobre un hombre libre, pero esta relación sólo estará encarnando una perversión de la naturaleza. Lo mismo sucedería, desde luego, si una mujer mandara sobre hombres libres, o si pretendiera ocupar un sitio como ciudadana; Aristófanes ridiculiza esta utópica situación en su comedia La asamblea de las mujeres.

Las jerarquías naturales establecen dentro del espacio doméstico una estructura de dominio vertical propia de las monarquías absolutas, es decir, según el pensamiento evolucionista aristotélico, propia de una etapa histórica superada por la polis. El hombre libre, que ejerce un poder incuestionado en la casa, accede al mundo público gracias al estatus y las condiciones logrados en lo doméstico. En efecto, no sólo puede ser el hombre libre un ciudadano porque es un varón, sino porque es propietario, en alguna escala.

Ahora bien, en términos muy generales, la polis, ya se dijo, se encuentra regida por las leyes. De hecho, le da cuerpo una Ley fundamental, constitutiva de la propia comunidad política, que, por su propia naturaleza, persigue orientar toda acción pública hacia el bien común. Debido a la ambigüedad que hoy entraña este término (y su importancia para nuestro tema), vale aclarar que esa idea de bien común no refiere al bienestar de todos o la mayoría de los miembros de la polis, sino a la salud de la propia comunidad política.

Esto, por supuesto, es una abstracción derivada de una concepción filosófica que se afirma en la premisa: “el todo es anterior a la parte”. O, en otras palabras, lo que funda y da sentido a la existencia de los individuos es la comunidad, y no al revés.

Así pues, el hecho de que la propia polis, como comunidad política, se piense regida por leyes orientadas a la preservación del bien público, no significa que esté de antemano especificado qué tipo de forma de gobierno le corresponde. De hecho, según la tipificación del propio Aristóteles, los gobiernos difieren entre sí por el número de sus gobernantes, pero esto no afecta sustancialmente sus virtudes. Es irrelevante si son pocos o muchos quienes toman las decisiones; lo importante es que los gobernantes actúen de acuerdo con la Ley que da cuerpo a la comunidad.

Teniendo en cuenta estas consideraciones, Aristóteles brinda un modelo racional de análisis según el cual divide a los gobiernos por dos criterios: cualitativo y cuantitativo. Del cruce entre ambos deduce la existencia de gobiernos buenos y malos que pueden estar regidos por uno, pocos o muchos mandatarios. El resultado podría organizarse en el cuadro siguiente:



CRITERIO
CUANTITATIVO

BUEN GOBIERNO–A TRAVÉS DE LEYES (GOBIERNOS RECTOS)

MAL GOBIERNO–A TRAVÉS DE DECRETOS (GOBIERNOS DESVIADOS)

Gobierno de uno

Monarquia

Tiranía

Gobierno de pocos

Aristocracia

Oligarquía

Gobierno de Muchos

República

Democracia


Según comentamos antes, el gobierno de uno era característico de comunidades políticas distintas de la polis, pero ésta podía regirse bien por pocos, bien por muchos gobernantes.
Como vemos, de acuerdo con lo anterior, la democracia está concebida como una forma de gobierno desviado, es decir, aunque sus gobernantes son muchos, o los más, su espíritu no es el de la preservación del bien común, sino el de la obtención de beneficios particulares. Por ello, sus mandatos no se ciñen a la Ley, sino que están expresados en decretos, fruto de una coyuntura, y dictados para satisfacer los intereses de los miembros de la asamblea.

No obstante, si consideramos que el anterior esquema es presentado por el filósofo como un modelo ideal, racionalmente trazado, y vemos a continuación que en su texto ofrece un análisis más descriptivo atendiendo a las formas de gobierno realmente existentes en la Hélade de su tiempo, la imagen de la democracia debe ser sutilmente matizada. En términos prácticos, en efecto, la democracia y la oligarquía son las dos formas de gobierno que organizan las polis griegas que Aristóteles puede detectar con claridad. Para estudiarlas, acude a observar los regímenes de Atenas y Esparta, respectivamente. 

No abundaremos en las múltiples precisiones que realiza el autor en este punto. Baste, para servir a nuestro tema, subrayar que, en sus orígenes, el término democracia no alude a un conjunto de valores políticos, sino a una forma de organización del gobierno que encarna, como otras, el espíritu de una comunidad. Lejos de dar cabida al poder de decisión del conjunto de los miembros del cuerpo político, brinda las garantías de expresión de unos cuantos, si bien numerosos en comparación con otros escenarios. Entre estos privilegiados no se encuentra ningún miembro del género femenino.

Como antes se indicó, las mujeres resultan excluidas de las decisiones públicas (incluso se les niega el propio derecho de hablar en asamblea) a causa de lo que se considera una incapacidad natural para hacerlo. Si los ciudadanos son libres entre sí gracias a su capacidad de discernimiento racional, las mujeres, deficientes en la valoración de lo bueno y lo cierto, proclives a tergiversar los juicios, verdaderas discapacitadas morales, no pueden sino asumirse carentes de derechos políticos. Ellas pertenecen al terreno de la domesticidad, pero no reinan en él. La señora ejerce, por delegación, algún poder sobre los esclavos, alguna autoridad sobre las hijas, pero sólo en tanto mediación del poder del amo. Las mujeres griegas –como después las romanas, bajo la República– disfrutan de ciertos permisos, pero no son sujetos de derecho.

La polis griega, democrática o no, está concebida como una comunidad política cuya integridad se garantiza mediante la constitución de dos espacios sociales con lógicas de interacción opuestas. El sometimiento de mujeres y esclavos al poder absoluto del hombre libre en el marco de la casa, se convierte en condición de posibilidad para la existencia de un espacio público que distribuye horizontalmente el poder entre sus miembros. Por esto, cualquier planteamiento historicista que alegue la imposibilidad de haber dado un trato distinto a esta parte mayoritaria de la población en virtud de resultar atrasadas las ideas de ese tiempo, yerra aquí radicalmente.

Si pudiésemos especular, por ejemplo, acerca de poner en acto la idea platónica de entrenar a las mujeres en las mismas tareas que a los hombres, no habría bastado con ampliar el público en la polis griega para dar cabida a las féminas, pues el propio espíritu de esa comunidad política quedaría herido de muerte. La especulación en este sentido resultaría críticamente compleja, pues, como veremos en su momento, no encontramos ejemplos históricos que nos den pistas sobre cómo guiar en este caso nuestra imaginación. 

Curiosamente, las democracias contemporáneas siguen enfrentando dificultades sustanciales para redefinir la relación entre lo público y las mujeres, pero debemos dejar para más adelante la explicación de esta tensión moderna y contentarnos, por ahora, con dar paso a un segundo momento de la relación entre lo que hoy llamamos equidad de género y democracia.

2. INFLUENCIA DE LA TEORÍA POLÍTICA MODERNA EN LOS ORÍGENES DEL FEMINISMO
El pensamiento político moderno inicia a la vez una recuperación y un replanteamiento de las nociones clásicas de comunidad política e individuo que habrán de tener importantes consecuencias para las mujeres. A partir de la revolución teórica y social impulsada y expresada por el racionalismo desde el siglo XVII, se gesta la crítica ética y política que habrá de bautizarse como feminismo siglo y medio más tarde.

La doctrina del derecho natural o Iusnaturalismo moderno, cuyo padre fundador parece ser Thomas Hobbes, retoma de la filosofía aristotélica algunas nociones básicas. Sin embargo, el supuesto teórico desde el que se emplea este lenguaje en la modernidad varía considerablemente respecto al griego clásico. Para empezar, el Iusnaturalismo aplica un criterio de universalización a las ideas de individuo, racionalidad y autonomía, de tal modo que la igualdad natural, deducida de la capacidad de discernimiento, se pretende propia de todos los seres humanos y no sólo de los hombres libres. 

Esta recuperación/reconstrucción del individuo se refuerza por un desplazamiento en el objeto de atención filosófica: el racionalismo moderno puede considerar- se también heredero del antropocentrismo característico del pensamiento renacentista. En efecto, Hobbes y sus seguidores fijan su atención en el beneficio que pueden traer al individuo la vida civil y el sometimiento a una norma común en lugar de pensar en la contribución del individuo al bienestar del cuerpo político.

Es decir, las prioridades morales y políticas se invierten: si para Aristóteles el todo es anterior a la parte y por lo tanto es la comunidad política la que otorga su sentido al individuo, para el Iusnaturalismo, en cambio, el Estado civil encuentra su origen y su fundamento en el bienestar individual.

Esta diferencia conceptual implica una presentación bien diferente del espacio público político. Para impulsar su propuesta de legitimación racional del orden político, el Iusnaturalismo construye un modelo hipotético que opone lo civil a lo natural y no, como hiciera el filósofo griego, a lo doméstico. Así, la división griega de la comunidad política entre la casa y la polis, entre el mundo doméstico y el público, no se hace visible para el primer pensamiento moderno. Lo político se concibe como la negación de un Estado sin norma positiva pensado como una sociedad natural. 

Una vez constituido el orden civil, la congruencia lógica exige ignorar la existencia de un enclave de naturaleza al interior de ese espacio, donde no rigen las mismas leyes que en el público. Si no se hace explícita la existencia de la casa en el primer pensamiento político de la modernidad, es porque la dinámica interna de lo doméstico sigue respondiendo al mismo principio jerarquizador, vertical y autoritario que presenciamos en la sociedad griega. La justificación para el mandato masculino en los hogares, anulando la autonomía de las mujeres, acude al precepto de desigualdad natural que combate manifiestamente la doctrina hobbesiana.

Pese al ejercicio de universalización, eje del proyecto filosófico político de la Ilustración, la pervivencia del espacio doméstico regido por una lógica radicalmente contraria a la que ordena el resto del mundo civil se evidencia como un punto ciego –y una flagrante incoherencia– de la propuesta iusnaturalista. De hecho, la tensión implicada entre estos dos razonamientos hace que la mención de las mujeres y su relación de subordinación respecto a los varones sea sólo marginal. Cuando el autor en cuestión se ve obligado a referirse a las relaciones familiares y/o al espacio doméstico, queda claro que, en su concepto, ellas no se incluyen en la noción de individuo. Los argumentos son paradójicos porque, si bien en un principio no se niega capacidad de discernimiento racional a las mujeres, en cuanto se abordan las relaciones parentales y conyugales, se afirma natural el dominio masculino.

Así, la doctrina que se crea en oposición a fundar el dominio en la fuerza o en cualquier otra condición natural, justifica la subordinación femenina precisamente en esos términos.

Estos autores ni siquiera se preguntan por la legitimidad que puede haber en la enajenación de derechos económicos, políticos y civiles de las mujeres; parece que la inexistencia de ellas como personas morales y jurídicas, la condición de permanentes menores de edad y esclavas domésticas de las personas sentenciadas por esta marca de nacimiento, no provoca la menor inquietud en los puntales del universalismo individualista.

No todo el pensamiento contractualista, sin embargo, se encontraba en este caso. Desde los propios inicios del auge iusnaturalista se expresan voces que apuntan críticamente las consecuencias morales de esta inconsistencia. Al menos, es el caso del filósofo cartesiano François Poulain de la Barre, quien, ya desde 1673, argumenta en contra de la pretendida inferioridad natural de las mujeres y sus consecuencias sobre la subordinación femenina. Poulain, quien edita en ese año su libro Sobre la igualdad de los sexos, lleva al terreno de la ética una tesis de Descartes para afirmar contra la misoginia que “el entendimiento no tiene sexo”.1 

Este autor utiliza las mismas herramientas que otros teóricos del derecho natural para mostrar que la actuación tradicional de las mujeres no se debe a su naturaleza corporal; que no puede juzgarse su capacidad de razonar, ni, por ende, la de hacer uso de derechos políticos, económicos y sociales. El comportamiento que tirios y troyanos atribuyen a las mujeres (del que deducen la justificación de su sometimiento social) se explica por el propio dominio que se ejerce sobre ellas. Las mujeres, dice Poulain, no reciben una educación adecuada y tienen vedadas todas las actividades que cultivarían su espíritu y su razón. Es imposible, entonces, que desarrollen y demuestren el carácter que se exige a un individuo para considerarlo merecedor de la autonomía. Por lo demás, Poulain critica la propia acción de subordinar a alguien en virtud de una característica física.

El feminismo ilustrado se desarrolla en esta misma vía, como pensamiento crítico, a lo largo del siglo XVIII, especialmente hacia su segunda mitad. Pensadores y, progresivamente, pensadoras de este corte, bullen con más intensidad a partir de la efervescencia social y política europea que culmina con la Revolución Francesa. En el curso de su ejercicio crítico, el feminismo se torna un punzante ariete que radicaliza y reinterpreta la propuesta ilustrada. La respuesta, tanto interna como externa al talante revolucionario, se vuelve cada vez más extrema.

Si en sus comienzos contractualistas el feminismo de Poulain mereció el ostracismo como forma de repudio, la fuerza progresiva de esta crítica va generando respuestas más agrias y contundentes. Ya en el proceso revolucionario podemos encontrar reacciones tan drásticas como las de Sylvain Maréchal, autor del Manifiesto de los iguales, quien propuso que la Revolución triunfante prohibiera leer a las mujeres. También se manifestó por vetarles prácticamente toda actividad que las vinculara al ámbito público.2 Ante tal conducta, valdría la pena preguntarse ¿qué tendría tan molesto al señor Maréchal? Una posibilidad es que le desagradara profundamente, por razones ideológicas y políticas, el impacto que la propuesta feminista había mostrado tener en pocas décadas sobre la reformulación de la ideología igualitarista.

Desde que Rousseau escribiera su Emilio. O de la educación, el pensamiento igualitarista3 deja claro de una manera sistemática que el individuo poseedor de un derecho natural, traducido en su capacidad (hipotética) para fundar el ámbito público, es, por necesidad, un varón. En el libro quinto de esta obra, el filósofo ginebrino revela contundente su apego a la idea de la diferencia esencial entre los sexos. Su distinto carácter natural, lleva, según Rousseau, a hombres y mujeres a desempeñarse en ámbitos opuestos de la comunidad política. Para la existencia del ciudadano es imprescindible, considera el filósofo, que Sofía permanezca como esclava doméstica. La seguridad de construir un ámbito público basado en la igualdad y la libertad civil, depende de la estabilidad doméstica. Desde allí, las mujeres pueden contribuir a la solidez de la moral familiar, que se traduce en moral política. Como en la polis clásica, Emilio es señor en su casa y ciudadano-propietario-productor fuera de ella. La participación de las mujeres en la política, la obtención de derechos económicos, jurídicos o civiles, trastornaría el propio modelo de sociedad libertaria e igualitaria que anhelan los impulsores de la transformación revolucionaria en el siglo XVIII.

Las feministas, sin embargo, no estaban de acuerdo con esta idea. Consideraban que si bien las mujeres tenían un papel fundamental que cumplir en la preservación de los valores morales de la sociedad, también estaban capacitadas (o debía promoverse su capacitación) en la definición de las normas públicas. Participar como ciudadanas, subir a la tribuna, publicar, ser electas para cargos públicos, tener derecho al divorcio, a la tutela de sus hijos, a obtener educación básica y universitaria, a ejercer como profesionistas. Así, el pensamiento feminista radicaliza el cuestionamiento a los principios de legitimación del Antiguo Régimen al mismo tiempo que irracionaliza la exclusión de las mujeres en las definiciones tradicionales de igualdad, libertad, ciudadanía e individuo. Los argumentos en este sentido fueron diversos y su elaboración a menudo confusa. El solo planteamiento de una ampliación del concepto de la acción pública que incluyera a las mujeres implicaba combatir nociones culturales compartidas y profundamente arraigadas que daban por hecho el beneficio general del sometimiento femenino a los varones.

Con excepción de Poulain, cuando un filósofo adopta la causa feminista suele hacerlo para sostener el derecho a la igualdad formal y a la libertad de las mujeres, aunque sin cuestionar la diferencia esencial entre los sexos.4 Este es el caso de algunos autores destacados, como Von Hippel o Condorcet, cuyo peculiar feminismo, pese a sus paréntesis esencialistas, contribuye a crear el clima de intranquilidad entre los igualitaristas tradicionales al que hemos aludido. Importa señalar a estos filósofos, o a enciclopedistas más avezados como D ́Alembert, porque es contra ellos que se dirigen, con nombre y apellido, las críticas misóginas de su tiempo. Revolucionarios como Babeuf, Maréchal o Robespierre se pueden dignar a dialogar con ellos, pero a las mujeres ni siquiera las designan por su nombre. Como sucede todavía hoy, la práctica misógina impide individualizar a las mujeres y sólo se las considera un genérico.5 No obstante, la voz de mujeres periodistas, escritoras y activistas resonaba incómodamente sin cesar desmembrando en los hechos el ideal de libertad e igualdad para unos cuantos.

3. INFLUENCIA ILUSTRADA EN LA REDEFINICIÓN DE LA DEMOCRACIA
La democracia es una forma de gobierno para la Grecia clásica, y sigue siendo considerada de ese modo por los primeros ilustrados. Para el contractualismo moderno el término democracia expresa un gobierno ejercido por muchos y, siguiendo la lógica de Aristóteles, por pobres.6 Esto no hace a tal gobierno, en principio, mejor ni peor que otro. Lo que torna a un régimen legítimo es el espíritu que guía la Ley que lo constituye, y no la forma práctica como se organice el seguimiento de esa Ley. De hecho, Rousseau (considerado un impulsor de la democracia) se manifiesta expresamente escéptico en cuanto a los beneficios que pueden derivarse del ejercicio de la voluntad general por un régimen democrático. Si tenemos en cuenta que ese término califica a un gobierno asambleísta, donde todos los ciudadanos operan la política, veremos por qué este autor califica a la democracia como un gobierno que convendría a los dioses, más que a los hombres. Por eso, como muchos otros autores, parece decantarse por un gobierno aristocrático para los países pequeños o medianos y uno monárquico para los que cuentan con un gran territorio. Lo importante aquí sería que cualquiera de ellos (meros operadores políticos) expresase la voluntad general.

Esto nos muestra que la diferencia entre comunidad política y gobierno se hacía mucho más evidente en el siglo XVIII que en nuestros días. Probablemente la relación entre una y otro se haya comenzado a remodelar en el sentido contemporáneo por influencia de la traducción política que sufren los principios ilustrados en el marco de la Revolución Francesa. El término “ciudadano”, importado de la tradición clásica, va perfilando el carácter político del individuo autónomo. De cara al supuesto racionalista del derecho natural, la ciudadanía se vuelve ariete ideológico contra el Antiguo Régimen, concentran- do los principios de libertad e igualdad. De nuevo, la influencia rousseauniana al respecto es decisiva. Los filósofos ilustrados que reconocen su autoridad (cuyos planteamientos son hegemónicos en el contexto revolucionario) incorporan por ello la noción de soberanía, propia de la ideología latina republicana, junto con la autonomista proveniente de los planteamientos liberales. Como tal, la ciudadanía francesa en la Revolución refiere directamente al antecedente feudal que continúa respondiendo a la noción de participación en las decisiones de gobierno (por medio de representantes) sólo de aquellos varones que sean propietarios y jefes de familia. En este sentido, [...] como recoge la instrucción dada por la Enciclopedia, durante el Antiguo Régimen, ciudadano “es aquel miembro de una sociedad libre de varias familias que comparte los derechos de esta sociedad y se beneficia de esas franquicias” y que “sólo se otorga este título a las mujeres, a los niños y a los sirvientes como miembros de la familia de un ciudadano propiamente dicho. Mujeres, niños y sirvientes no son verdaderos ciudadanos”.7

Los ciudadanos en este contexto son entonces quienes, disfrutando de la igualdad y libertad que les concede el derecho natural, encarnan en su conjunto la soberanía popular (imprescriptible e inalienable). La asociación contemporánea que hace a la obra de Rousseau partidaria de la democracia directa, alude justamente al supuesto de que, encarnando por sí mismo cada ciudadano al soberano y al súbdito, la voluntad general se expresa en la acción pública que desempeña colectivamente la ciudadanía. Se racionaliza, pues, el referente feudal, pero la discriminación (inconsecuente con el derecho natural) de la mayoría de la población se conserva y justifica con argumentos irracionales.

Recapitulando, aunque en los albores del siglo XIX francés, gestado y alumbrado por la Revolución, se habla menos de democracia que de república y ciudadanía, son muchos los vínculos históricos y sociales que enlazan estas tradiciones. La doctrina liberal se matiza y se confunde con la superposición de principios soberanistas que velan por el bienestar del cuerpo político, con apuestas individualistas (centradas en el ideal ético de la autonomía). Velado pero contundente, el enclave doméstico regido por una lógica tradicional, inequitativa, sustentada en principios de desigualdad natural, permanece como condición de posibilidad de un espacio público de iguales, regido por leyes racionales y principios de equidad.

El feminismo ilustrado lucha por ajustarse a los nuevos retos que plantea un consenso revolucionario bastante generalizado y cada vez más beligerante en la misoginia. Sus partidarias (y partidarios) se vieron forzadas a ingresar en el debate siguiendo esta línea ideológica en proceso de consolidación, lo cual planteó no pocos problemas para generar una propuesta clara. El resultado, sin embargo (y a pesar del fuerte golpe que sufriera el feminismo al triunfo de la Revolución y la puntilla que recibiera con el régimen napoleónico), fue una contribución decisiva a la reformulación del rostro político de la sociedad moderna.

Se propone, en primer término, ampliar el derecho de ciudadanía a las mujeres propietarias.8 Los argumentos realizan la curiosa mezcla antes señalada entre referencias liberales (individualistas), soberanistas (republicanas) y estamentales. Esto último porque la propiedad en la Francia de finales del Siglo de las Luces se sigue vinculando básicamente con la posesión de tierras al estilo feudal.

Entre las tesis más sonadas (polémicas cuando provenían de filósofos varones) encontramos las que reclaman el derecho de las mujeres a participar en la promulgación de leyes. El propio Condorcet, D’Alembert y Montesquieu son ejemplos privilegiados a este respecto: “¿No han violado todos el principio de igualdad de los derechos al privar tranquilamente a la mitad del género humano del derecho de concurrir a la formación de las leyes, al excluir a las mujeres del derecho a la ciudadanía?”.9

Como vemos, el tema parece aquí no plantear otro problema que el obvio: se violenta el derecho natural al conculcar la calidad de individuos y ciudadanos a la mitad del género humano. Sin embargo, la reflexión feminista fuerza a estos autores y autoras a poner sobre la mesa de discusión un tema que no habrá de aparecer en la agenda de la democracia nuevamente sino mucho tiempo después (de nuevo atraído por el feminismo): el de la representación diferenciada. Dice el propio Condorcet: “[...] los individuos no pueden ser representados por otros que no posean los mismos intereses. Así, [...] los varones no pueden representar a las mujeres ya que sus intereses son distintos, como lo prueban las leyes opresivas y discriminatorias votadas por los hombres contra las mujeres”.10

Todos estos elementos se hallan en juego en el discurso público (aunque vetado, ridiculizado y/o ignorado) de escritoras, salonnières, periodistas y miembros de clubes feministas. Si Olympe de Gouges proponía su Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana como complemento indispensable de la declaración original que forjó el triunfo de la Revolución, Théroigne de Mericourt habla de la importancia que tuvo para la Revolución la participación de las mujeres soldado y confirma el derecho de las amazonas a enrolarse.

Madame Clément-Hémery, Madame Bernier, M. A. J. Gacon-Dufour, Madame Genlis, Sophie Germain, Suzanne Ñequear, Fanny Raoul y Constance Pipelet defienden con su refinada pluma tanto el derecho a la igualdad como la necesidad que la República tiene de la participación de las mujeres. Debaten contra la misoginia demostrando la capacidad femenina para expresarse en público, para elegir a sus representantes, promulgar leyes y ser electas para cargos públicos. Creen que el sexo femenino ejerce de hecho la jefatura de muchas familias y deben reconocerse las prerrogativas derivadas de esa posición. Defienden la equidad en la educación de las mujeres y varias de ellas sostienen que nada puede salvar a la República si se excluye de su construcción pública la voluntad autónoma de la población femenina.

Versión completa en:
Instituto Nacional Electoral
Cuadernos de divulgación
Cuaderno No23. Género y Democracia (Estela Serret)

http://www.ine.mx/archivos3/portal/historico/contenido/Materiales_de_lectura/

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